La antigua hospitalidad otomana era realmente famosa. Mi abuelo era el Sheikh Halveti de Yambolu, que ahora está en Bulgaria. El hermano del sheikh, mi tío abuelo, un día encontró a un forastero en su puerta y le invitó a pasar a su casa como invitado de Dios.
Mandó que sus sirvientes mataran un cordero y lo asaran para la cena. El invitado se sentó y mi tío abuelo le sirvió la comida. Esta era una costumbre otomana: el propietario mismo debía servir al invitado, incluso si éste era un vagabundo sin dinero. Mi tío abuelo ni siquiera sabía si ese hombre era musulmán, cristiano o judío. No importaba.
Con el magnífico cordero asado delante, el huésped dijo:
“Ah, es maravilloso, pero no se puede comer este cordero así”. El anfitrión replicó: “¿Qué le hace falta?”. “Ah...si tuviera una buena botella de vino”.
Imaginaos: esta era la casa del hermano del sheikh, y en el Islam no sólo está estrictamente prohibido beber, sino que incluso ofrecer bebida es ilícito. Pero mi tío no se opuso. Salió a la calle para buscar vino. Era de noche y tuvo que ir a un pueblo búlgaro cercano. Su ciudad era islámica y allí no podía encontrarse una botella de vino. Montó en su caballo y partió.
Imaginaos ahora: Aquí estaba un turco, un musulmán, el hermano del sheikh, yendo a comprar vino a los búlgaros en mitad e la noche. Este es el valor de un huésped.
Cuando mi tío estaba a punto de salir, el huésped salió a la puerta y le gritó: “¡Y que el vino sea bueno y añejado!”.
Azorado, el anfitrión se fue al pueblo vecino y trajo una botella de vino. Cuando volvió el huésped se había marchado. Pero el cordero había revivido y estaba andando sobre la mesa. El vinagre que contenían unas grandes potas se había convertido en miel espesa e hirviente, rebosando hasta el borde, pero sin derramarse.
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