viernes, 7 de octubre de 2016

Servicio


La antigua hospitalidad otomana era realmente famosa. Mi abuelo era el Sheikh Halveti de Yambolu, que ahora está en Bulgaria. El hermano del sheikh, mi tío abuelo, un día encontró a un forastero en su puerta y le invitó a pasar a su casa como invitado de Dios.
Mandó que sus sirvientes mataran un cordero y lo asaran para la cena. El invitado se sentó y mi tío abuelo le sirvió la comida. Esta era una costumbre otomana: el propietario mismo debía servir al invitado, incluso si éste era un vagabundo sin dinero. Mi tío abuelo ni siquiera sabía si ese hombre era musulmán, cristiano o judío. No importaba.

Con el magnífico cordero asado delante, el huésped dijo:
“Ah, es maravilloso, pero no se puede comer este cordero así”. El anfitrión replicó: “¿Qué le hace falta?”. “Ah...si tuviera una buena botella de vino”.

Imaginaos: esta era la casa del hermano del sheikh, y en el Islam no sólo está estrictamente prohibido beber, sino que incluso ofrecer bebida es ilícito. Pero mi tío no se opuso. Salió a la calle para buscar vino. Era de noche y tuvo que ir a un pueblo búlgaro cercano. Su ciudad era islámica y allí no podía encontrarse una botella de vino. Montó en su caballo y partió.

Imaginaos ahora: Aquí estaba un turco, un musulmán, el hermano del sheikh, yendo a comprar vino a los búlgaros en mitad e la noche. Este es el valor de un huésped.
Cuando mi tío estaba a punto de salir, el huésped salió a la puerta y le gritó: “¡Y que el vino sea bueno y añejado!”.

Azorado, el anfitrión se fue al pueblo vecino y trajo una botella de vino. Cuando volvió el huésped se había marchado. Pero el cordero había revivido y estaba andando sobre la mesa. El vinagre que contenían unas grandes potas se había convertido en miel espesa e hirviente, rebosando hasta el borde, pero sin derramarse. 
Muzaffer Efendi ksf


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